domingo, 24 de enero de 2010

Azione Culturale Still Working There


Os ofrezco dos cuentecillos míos publicados en la web Azione Culturale, una página especial: http://www.myspace.com/azioneculturale.

Cuento corto del marinero y la negra
Cuando sorbes el whisky sientes un gustirrinín como de sauce y cuero, pero con una estupenda pizca de perfume de rosas marchitas que hace que tu garganta sienta pinchos de guindilla. Ésa es la efervescencia del gusto del whisky escocés, de color entre el marroncito casi amarillo y el ocre dorado. El whisky es la bebida preferida de Joe MacLiving, un vecino de la Ciudad Condal de aspecto arisco y tozudo, con alguna que otra verruga en su cara de tapia, con algún que otro cabello blanco suelto en la bola de billar reluciente que le hace de testa, con alguna que otra manchita en sus manos de viejo lobo de mar. Lo más curioso del beodo Joe MacLiving es que, aun siendo un tipo extraño, un bicho raro, un putero empedernido dentro de la lumpernal fauna del barrio chino, aun siendo un hombre con las horas contadas, sigue viviendo la vida trago a trago, sorbo a sorbo, respiro a respiro, suspirando una bocanada de vida fresca en todos los rincones de esta ciudad burbujeante de podredumbre moral.

Joe MacLiving viste, y suele vestir, como un perfecto dandi: zapatos relucientemente negros bañados en petróleo, conjunto de chaqueta roja más pantalones rojos con una camisa blanca como el cielo nublado, y un pañuelo azul eléctrico como sus ojos que pilla las miradas de todas las meretrices veteranas del barrio del pecado. Joe MacLiving está bebiendo el último sorbo de whisky de su vida. Lo mejor de todo es que lo está intuyendo, y desde su rinconcito de su taberna, sentado junto a una vieja radio que lleva siempre consigo, escucha la voz lacónica de una mujer que le habla de vidas y muertes y tristezas y alegrías. Escucha atentamente y recuerda sus quehaceres desde que se marchó de las Américas para recorrer mundo. El viejo Joe MacLiving es un marinero retirado, de esos que nacieron en la mar, de esa gente que pasó de los líquidos placentales a los líquidos salados del océano Atlántico, hijo de una puta cubana y un marinero sidoso del Tennessee. Joe MacLiving ha sido uno de esos hombres que ha tenido muchos hijos y ninguno, muchas madres y muchos padres, muchas amantes (y algún que otro amante). Recuerda el aire frío y fuerte y férreo del Atlántico en sus narices, el sonido bravo y borrascoso del oleaje roto por el casco de la nave, el sonido de las cuerdas, a veces tensadas, otras flejas. No olvida el bochorno del Egeo tremendamente empantanado de islas y rocas y más islas y más rocas; y las aguas gélidas y ásperas de los círculos polares: el silencio de la nada blanca que lo abraza con sus brazos de hiel y sus dedos perpetuamente helados. Hasta que de pronto, en medio de esos recuerdos de viejo, termina su whisky. Siente como la última gota de scotch danza a través de su gola desde el paladar y su lengua de capitán marino hasta posarse en medio de las aguas de su estómago de moribundo.

Contempla aquella taberna oscura de borrachos olvidados por última vez. En la barra el barman centenario, que nació cuando la Ciudad Condal fue fundada, sigue limpiando vasos y cubiertos emponzoñados y polvorientos en silencio y escuchando un tango de Carlos Gardel que suena desde el megáfono sempiterno que se mantiene siempre encendido en el umbral de una rendija que hace de ventana. Las luces semiapagadas del lugar refuerzan la oscuridad anónima de aquella taberna y los borrachos, uno más desgraciado física y mentalmente que otro, escrutan sus alcoholes como si se estuviesen mirando al espejo. Joe MacLiving se va.

Afuera está lloviendo a cántaros. Nadie anda por la calle, el cielo parece una gran cúpula luminosamente blanca que mea pis de ángeles. A su izquierda tiene los enigmas del barrio chino; a su derecha, esa calle de filme que lo puede llevar a los ricos o al mar. La Rambla está a su derecha. Y es hacia la derecha adonde va. Siente como si alguien lo estuviese esperando. En medio de la jungla de agua, sintiendo que a cada paso que da está más limpio, Joe MacLiving ve una figura grande y gruesa y gigantona y negra como la noche. Una mujer de esas que veía en las costas de África. Cuanto más se acerca, más entiende de quién se trata.

La ha visto en casa. En su apartamento apagado del barrio chino, Joe MacLiving ha ido sintiendo cómo su soledad vital se ha ido cerrando para dar paso a una extraña sensación de cómodo compañerío. Mientras desayunaba, lo hacía como si alguien estuviera allí junto a él, mirándole intensamente como un médico estudia a su paciente. En la Rambla está solamente ella, la negra grande, de ojos acojonantemente radiantes, sonrisa de Gioconda y parecer tranquilo. Todo en la negra es placentero. Cuanto más cercano está de la negra, más la entiende, y se comprende a sí mismo. Lejano de la vida, el marinero siente que la lluvia que lo abraza le está saludando, le está haciendo el último amor de su vida. No habría paraíso ni infierno ni menos purgatorio para aquél marinero de putas. Sin recordar su exacta edad y su vida anterior, la negra le extiende su mano derecha con ánimo, invitándole a estrechársela. El agua que siempre lo acompañó, lo envolvió en una marea de mariposas rojas como la sangre, hasta desaparecerlo, dejando en el aire su último suspiro, su último recuerdo, el vuelo del intenso azul eléctrico.




La canción de un hombre que sangraba girasoles
Hay un algodonero de Kansas que canta leyendas sobre un hombre que sangraba girasoles. En Kansas, una tierra plana y verde y casi olvidada, había una cárcel donde residía un hombre de que tenía la maldición de la sangre de girasoles. El canto entona así:

Había de todos un hombre
tan amarillo como los girasoles del desierto,
de ojos oscuros y andares más negros,
de mirada supina y boca de hierro.

Ese hombre de sangre
con girasoles de desierto
no pretendía el amor
ni la prisión
de su bostezo.

Bostezo de soledad,
de hombre alucinado,
acojonado,
anonadado,
por la cantinela de las algodoneras.

En una cárcel de Kansas,
de sangre amarilla al sol,
estaba el hombre triste
de sangre de girasoles
del desierto.

La canción perseguía los guardias de la Kansas State Prison, sus celdas, sus monstruos, sus funcionarios y sus dioses. Todos conocían la muerte que sintió el hombre que sangraba girasoles: como si nada, una vez contó por fin por qué le habían quitado su libertad. No había matado ni robado ni violado ni amado ni odiado ni prácticamente cometido algún mal. El hombre poseía magia, y por ello lo habían confinado en una celda ocre con una pequeña ventana, aunque sin rendijas. Porque le habían dejado la posibilidad de mirar los prados de Kansas, siempre y cuando no sangrara girasoles. Su magia era su sangre, de pequeño ya lo había presenciado: de una herida, no brotaba un líquido deslumbrantemente rojo, sino una confección perfumada de pequeños girasoles que, una vez eran libres, se agigantaban, colonizaban el suelo y volaban hacia el cielo, convirtiendo al herido en monstruo y al daño en alucinación. Su padre, un paleto de chatarra, lo llevó de feria en feria, de carpa a carpa, sacándose unos pavos para poder tomarse el aguardiente colombiano que tanto necesitaba. Enseñaba a las huestes analfabetas y gritonas al hijo que por magia sangraba girasoles, relatando su vida y su soledad. Con un cuchillito le hacía una pequeña herida en el brazo, y obligaba a contemplar la proeza de la naturaleza. Miren a mi hijo, decía a gritos, que sangra girasoles. Miren a mi churumbel, continuaba, que no siente dolor ni pavor. Porque yo soy su padre, terminaba, su único tutor, el que lo ama y le cuida. Entonces sucedían los aplausos, los chillidos de admiración. ¿Es inmortal? ¡Con gusto! ¿No sabe qué es la muerte? ¡Pero si ni conoce el dolor, señores! Y el niño que sangraba girasoles fue coleccionando diminutos cortes en sus brazos y sus piernas durante años y decenios, viendo como su progenitor engordaba, envejecía, compraba algún que otro esclavo en las subastas de los estados sureños, se hacía construir una mansión en las ciénagas de Luisiana y se iba de putas en los burdeles de Atlantic City. La sangre de girasoles se convirtió en sueldo seguro para el paleto que tenía como padre. Hasta que un día, en la casona columnada y blancuzca blanquecina de los cenagales de Luisiana, el hombre que sangraba girasoles encontró a su padre gordo y viejo envuelto en la propia sangre del padre, tan roja como los atardeceres del Caribe, de un escarlata estremecedor. Su padre no sabía que su estómago había ido sangrando por culpa de una úlcera tremenda, fruto de las cantidades ingentes de alcohol que llegaba a tomar cada día, y se había ahogado con su misma sangre normal de hombre normal, dejando huérfano y rico al ahora hombre que sangraba girasoles. Los periódicos llamaron a la noticia: ¡La sangre de girasoles, millonaria! ¡El hombre de la sangre de girasoles ya no tiene agente! ¡Murió el papá del señor que sangra girasoles! Le llegaron visitas de todas partes, pero el hombre que sangraba girasoles dijo a todo el mundo que no quería seguir sangrando, que él también sentía dolor, y que si había hecho todo ese circo con su padre era para ganar dinero y sacar adelante al patrimonio familiar. Palabras huecas que disgustaron a los públicos, porque con el paso de los meses y la honda nostalgia de las gentes hacia esas ferias especiales con un hombre que sangraba girasoles y por tanto no conocía la muerte, porque con el paso del tiempo el hombre tuvo que viajar de vuelta a Kansas por culpa de la insistencia de las gentes, dejando Luisiana en manos de los rebeldes del sur, llevándose consigo a los negros, que al llegar al norte se alistaron con los unionistas y buscaron su propia libertad. A él, en cambio, prefirieron no quererlo en las filas armadas, y le pidieron que no estorbara. Hasta que recaló en Kansas, donde, mendigo y vagabundo, se entregó a un sheriff enseñándole su desgracia. Lo encerraron en la Kansas State Prison, y desde aquél momento los rumores de guerra y los tambores de melancolía contrataron una canción que terminaba así:

Hijo pródigo
de un borracho analfabeto
el hombre de sangre
con girasoles del desierto
terminó en Kansas,
de pordiosero con sorpresas,
su peculiar derrotero.

Hoy los negros que antaño fueron algodoneros siguen cantando estos versos y pocas rimas para contar la historia de un señor que sin su sangre de girasoles hubiese conocido la muerte.

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