Últimamente escribo más en las webs LosDeLaBici y Finestra d'Oportunitat, por eso tengo un poco olvidado mi Off The Record. Esta vez presento una recopilación de los episodios de la primera temporada de Momentos de taberna, tres historias entrelazadas entre sí acerca de las desventuras del Rebaño de los Hombres Tristes. Con el permiso de Astro Víbora y de Churitza, el recopilatorio de esta pequeña ida de olla aparecerá solamente en el MassimoOffTheRecord.
El negro cuernudo.
Y pensar que la taberna es un sitio lúgubre y tenebroso, tal
y como afirma la Mamá Santa. Y pensar que algunas veces le he dado la razón a
aquella señora enorme de pechos gigantes, peluca rubia y labios que pretenden
ser carmín pero que en realidad son dos barras de chope. ¡Y pensar que he
estado algunos días sin beber!
Me lo dijo el médico: No beba, amigo, porque después de
pasar una angina de pecho siempre va bien no tomar nada de nada. Batidos, eso
sí.
Batidos. Insufribles batidos de pera, de manzana, de piña,
de fresa, de pepinillo (lo han leído bien), de zanahorias. Una dieta chingada
de batidillos asquerosos. A veces les pongo un poco de ron añejo para poder
pasar la tarde. O la mañana, depende de cuando me entra el sopetón. Los
sopetones son mi cruz, mis verdaderos momentos de alucinaciones. Me entra un
sopetón y tengo que beber, no sé qué le voy a hacer a esta tentación del
diablo. Y Mamá Santa, la gorda, me grita: ¡Ay, papi, que te me vas a morir
sentado en un cuchitril! Ojalá.
Son los sopetones mis mejores momentos mientras vivo.
Sentado en mi taburete junto a los colegas Fino, Tele y Moro, y con la Puta de
la Esquina Vieja sentada siempre (siempre, hasta duerme ahí) en su sofá, aquél
que el Dueño de la taberna compró en una subasta de cosas de A Clockwork Orange, el filme. Sentado y
tomando mis copas, largos tubos con ron, mi ron añejo. Sentado bajo un lento y
dilapidante ventilador que quiere dar aire, el de la calima de la selva.
Sentado y mirando junto a Fino, Tele y Moro –y el Dueño, que escupe y habla
poquísimo– a los forasteros que se atreven a entrar en los laberintos de la
selva. Recuerdo la tarde lluviosa en que entró en la taberna un negro cuernudo.
Llovía un huracán, como si el cielo estuviese desesperado e histérico, y llovía
y llovía y poco tronaba. No sé cómo, pero yo estaba en la taberna, y el
ventilador seguía zumbando, la Puta de la Esquina estaba medio dormida por
culpa de su pipa de opio, y Tele, Fino y Moro se chillaban el uno al otro por
una cuestión rara de un fuera de juego que fue pero no fue. Tomaba yo un sorbo
cuando el Dueño, que platica bien poco, escupió sobre el suelo después de que
se le cayera por despiste un vaso cristalino y más limpio que los ángeles:
había visto algo tremendo. El negro vestía una chaqueta de militar antigua,
como si hubiese estado en una guerra larga de los antepasados, e iba descalzo,
tenía cara de tristeza, y sobre su cabeza se erguían unos concienzudos cuernos
de arce, por lo que tuvo que agacharse un poco al entrar a la taberna.
Lo miré con detenimiento. El negro se acercó al Dueño: Una
botella de vino. ¿La puede pagar?, preguntó de sopetón el Dueño. Sí, señor. Y
el negro de los cuernos sacó un fajo de billetes norteamericanos mojados que
puso sobre el mostrador y que el Dueño agarró en un periquete. Pocos segundos
después, el negro ya bebía de su botella, y sus ojos comenzaron a echar
chispillas como cuando yo tengo hipo, y entonces se percató de que le estaba
mirando no solamente yo, sino también Tele, Fino y Moro, que habían dejado de
un lado sus cuestiones balompédicas.
Ya sé por qué me miran, muchachos –dijo con voz aguda, de
lloro, el negro–. Soy Manita, mucho gusto. Sé por qué me miran con esa cara de
bobos. Por mis cuernos de arce, ¿verdad? Mi mujer me abandonó por otro hombre
mientras luchaba en la revolución. Mientras disparaba y mataba a otras personas
sentía como mi cabeza me presionaba hacia arriba, y cuando me miré al cerebro
vi que de ella subían como ramas unos pequeños cuernecitos. Al tiempo, cuando
estábamos llegando a Camagüey, las ramitas se volvieron cuernos de ciervo. Y
cuando la revolución terminó, ya eran de arce. Algo espantoso. Me moría de
vergüenza, y fui corriendo a buscar a mi señora mujer, aquella fulana. Y
entonces comprendí que ella era el ser que me había hecho ridículo.
¿No se los ha cortado, camarada?
¿Cómo? ¡Siempre me vuelven a crecer! Ella, apenada, y
preñada por el otro, me ayudó a quitármelos una vez, luego dos, tres, cuatro,
hasta seis, y siempre volvían a crecer. Y entonces una vieja de mi aldea me
dijo: Estos se irán si se va el bebé de su vientre; señalando la barriga de mi
ex mujer. Pero no, no quise hacer nada, muchachos. Manita solo mata a traidores
de la patria, a hombres malvados que nos quieren vender como aquella Puta a los
yanquis. Me fui y anduve hasta aquí. Necesitaba purgar las muertes que había
ocasionado y la tormenta me agarró de cuajo.
Tele, el hombre con parche en el ojo izquierdo, se cayó de
su taburete, asustando a la Puta de la Esquina, y Manita, el negro de los
cuernos, lo ayudó a levantarse. Manita, sin saberlo, se había unido al Rebaño
de los Hombres Tristes.
Con el tiempo Manita se hizo amigo de todos. Como la Puta de
la Esquina, Manita no salía de la taberna. El Dueño los encerraba dentro, no
les daba jamás de comer, ellos se espabilaban a chupar el moho de las paredes y
comer los bichos que pululaban por ahí. Con las semanas, Manita y la de la
Esquina se hicieron amigos. Comenzaron a compartir pipas de opio. Hasta que un
día se besaron. El Dueño nos avisó a Tele, Fino, Moro y a mí con un escupitajo
en una parcela. Mientras se iban besando, los cuernos de Manita se fueron
acortando. Cuando dejaron de besarse, aquellos cuernos ridículos
desaparecieron. Justo cuando una mujer con un bebé en brazos entró chillando:
Manita, ¡volvé con nuestro nene! Aunque eso es otro momento de taberna.
La noche en que la Mamá Santa se fue a ver a su señora
abuela fue una de las noches más felices de mi vida. La tirana dictadora que
durante doce años me mataba a banano frito por las mañanas, tardes y noches, se
había ido para pasar más allá de la selva unos siete días con su señora abuela,
y dejóme solo en la taberna. ¡Qué suerte! Lo necesitaba y lo anhelaba. De
hecho, aquella noche de locos bebí hasta que el corazón quiso irse de mi
cuerpo. La Puta de la Esquina me invitó a pipa de opio, algo que solo podía hacer
Manita, un ex soldado de la revolución, y Tele y Fino, sin saberlo, se dieron
por culo en el cuarto de los licores y cuando se dieron cuenta de que lo habían
hecho, porque su resaca duró dos noches, todo el pueblo ya conocía de su lío.
Los pobres Hombres Tristes no salieron de la taberna durante seis meses, y
cuando salieron por fin parecían dos viejos. El alcohol les había matado el
tiempo, aunque ese es otro momento de taberna.
Durante la noche loca, con la taberna abarrotada y el Dueño
vomitando sobre el porche, la Puta de la Esquina dándose el lote con Manita el
ex soldado, y todos los demás bebiendo de forma hiperbólica, vi la luz. Una luz
loca, de pasión roja, algo único. Perdí el norte, si es que alguna vez lo tuve,
y me abalancé a ella. Una luz inconmensurable, de embauque inmediato. Me
abrazó, olía a ron como yo. Era una luz loca de esas que me vuelven tonto, con
ojos de miel y cabello rojo como la sangre, pechos alucinantes y caderas
interminables. Oh sí, muchachas y muchachos, me besó y creo que fueron los
minutos más largos de mi vida.
A la mañana siguiente se había ido. La busqué por toda la
taberna, fui casa por casa, llamándola por su nombre, esperando que de alguna
ventana surgiera la luz loca que desprendía. No, la había perdido. Abatido,
volví a la taberna, y lo conté a mis colegas de taberna y al Dueño. Tele y Fino
no hablaban, simplemente bebían, sumidos en su suma vergüenza y patetismo por
saber qué hicieron poco antes, mientras que Manita y la de la Esquina, más el
Moro, me escuchaban tranquilamente con su resaca. Sí, estuviste con ella,
afirmó el Moro, un muchacho moreno forzudo y bajito, guapito de cara, un poco cascarrabias
a veces pero buen chavo casi siempre. Sí, recuerdo que era algo único, no me
podía creer que tú podrías llegar a besar a una tipa como ella. Pasar de la
Mamá Santa a esa luz loca es algo raro, y más en un gordinflón triste como tú.
Manita le reprendió aquellas palabras y la Puta le pegó una cachetada en la
nuca, pero sus palabras eran ciertas. Busqué consejo en el Dueño, pero el
hombre escupió en la pared y nada más. Miré mi vaso y me lo bebí, y al momento
volvía a beber otro.
Pasaron los días, y volvió la Mamá Santa, tan grandullona
como cuando se fue. Como siempre, entró en la taberna y al ver al Rebaño de los
Hombres Tristes suspirar ante sus vasos me agarró por la oreja y me llevó a
casa, adonde me sentó para darme de comer banano frito. Te irá bien para el
corazón, no quiero que me vuelvas a dar el susto de las anginas de pecho.
Me comí el banano frito mientras me contaba sus anécdotas,
al menos me distrajo un poco mientras mis entrañas ya sentían de menos al ron.
Iba sacando cosas de la maleta y las iba poniendo en su legítimo puesto de la
casa, y contaba que su señora abuela estaba bien, que estaba muy vieja y
anciana y que rezaba dos rosarios antes de comer y cuatro antes de cenar, para
espantar a los malos espíritus con forma de coral. Me contó que su señora
abuela era una señora que ya no aguataba el pis y que entre todas las demás
abuelas de su comarca la ayudaban a llevar las cosas de la casa, e iba sacando
nuevas cosas de su maleta hecha de parches de cuero: dulces, y bananos de la costa,
algún coco y licores, dos botellas de ron destilado en barcos y unas cuantas
fotos que fue enseñándome. Ni qué decir que tuve una nueva angina de pecho
cuando vi que en una de ellas, la más antigua de todas por ser la más sepia y
manchada de años, estaban aquellos ojos miel y aquellos labios de nenúfar y ese
cabello de sangre. Jamás un banano frito me había sentado tan mal.
Qué tiempo más feliz.
Sentado sobre mi taburete escuchaba junto a Tele, Fino,
Moro, el Dueño, la Puta de la Esquina y su Manita, escuchaba el megáfono nuevo
de la taberna, un regalo que nos dejó en testamento el señor más viejo de la
aldea, que se había muerto hacía poquito con casi doscientos años de vida.
Dícese de él que nació cuando los españoles aún buscaban indios de entre la
selva para reponerlos por negros. El megáfono tenía una voz propia hecha de
trompicones y siempre cantaba lo mismo:
Viene a mis recuerdos
la taberna
y los compañeros del ayer.
Donde fuimos juntos tan felices
hablando del futuro por hacer.
El Dueño escupía siempre que empezaba el estribillo, para
darle mayor musicalidad al momento.
Qué tiempo tan feliz
que nunca olvidaré,
y la canción alegre del ayer.
Por nuestra juventud
y llenos de inquietud
¡tuvimos fe y deseos de vencer!
La, la, la, la...
Nuestros culos se movían al son de aquella música de
ancianos, sentados en nuestros taburetes agarrando nuestras copas con ron
añejo. Manita, el negro ex soldado de la revolución que un día apareció con
cuernos de arce y que gracias a la Puta de la Esquina ya no los tenía, se sabía
la canción de memoria y dijo una vez que ese era un himno de los soldados de la
contrainsurgencia, pero que era tan divertida que hasta los soldados
insurgentes, seguidores de los Comandantes revolucionarios, tatareaban. El Dueño
aprobó su afirmación con un lapo amarillo y la de la Esquina lo abrazó
escondiendo su cara entre sus labios pintoreteados de sucedáneo de carmín.
Eran los momentos más felices de la taberna del Rebaño de
los Hombres Tristes. Gracias al megáfono, nosotros los Hombres Tristes podíamos
pensar en algo más allá del ron añejo que tragábamos cada día desde la mañana
hasta el anochecer. Los sonidos celestiales llegaron a oídos de la Mamá Santa,
y la paquiderma esposa mía me vino a buscar para reprenderme y decirme que eso
estaba mal, que escuchar música no entraba en los esquemas de nuestro
matrimonio de tedio y tiranía femenina. Sin embargo, cuando la Mamá Santa entró
en la taberna con un mazo para aplastar pasta, lista para perseguirme hasta
cansarse por toda la aldea, comenzó a bailar, como poseída por los sonidos
graciosos del megáfono. El ritmo, apuntalado por las astas del ventilador del
techo, hizo que la Mamá Santa dejara a un lado su mazo y me mirara con unos
ojos que hacía tiempo que había yo olvidado. Tele le susurró a Fino que era la
primera vez que veía a la Mamá Santa sonreír, y Moro se levantó para
parapetarse bajo la mesa de Manita y la Puta de la Esquina, por si acaso
aquella fachada de la Mamá Santa era más bien un farol.
Pero encadenados a la
vida
pudimos conocer la realidad.
A veces nos veíamos de nuevo
volviendo con nostalgia a recordar.
Me sacó a bailar, y entonces recordé el porqué de nuestro
matrimonio. Bailamos con ahínco, mirándonos a los ojos, con gran amor, aquella
cosa que parecía haber olvidado. Me palpó los genitales y me besó en la boca,
pasándome su lengua por todos los tabiques de mi garganta. Eres tan precioso,
me dijo.
No podía caber en mí de gozo. Mamá Santa por fin volvía a
ser la mujer con la que me casé. Después de haberme hecho pasar férreas dietas
de banano frito porque tenía miedo que me muriera por culpa de mis anginas de
pecho, y de haberme convertido en un delgaducho, siendo antes un gordinflón,
después de años en que vivíamos juntos pero no revueltos, mi Mamá Santa volvía
a amarme, o al menos eso era un pequeño momento de taberna en que ella
pretendía parecer querer amarme.
Hoy pasé otra vez por
la taberna.
Nada parecía como ayer
y un reflejo extraño en los cristales
mi cara no logré reconocer.
Dieta de banano frito.
Cuando Manita vio entrar a su mujer, aquella que mientras él
luchaba en la revolución se fue con otro señor, y ella llevaba consigo al bebé
del otro señor, vimos que se le subieron a la cabeza los cuernos de arce otra
vez. El pobre negro se puso a llorar desconsolado, mientras la Puta de la
Esquina intentó calmarlo dándole de fumar su pipa de opio, algo al que él se
abandonó. La de la Esquina miró a la ex mujer de Manita con unos ojos que
hubiesen asesinado al mismísimo Todopoderoso. Estábamos los demás absolutamente
enojados con aquella mujer, pero ante la Puta, aquella mujer era algo tremendo,
de belleza vetusta, como clásica, cabello de petróleo y ojos de rubí. Su bebé
era un nene precioso, hermoso, trigueño y risueño.
Eran los días en que mi mujer, la Mamá Santa, me hacía comer
banano frito a todas horas para que adelgazara. Estoy harta de que tengas
anginas de pecho, me decía siempre que me ponía el plato de banano frito encima
de la mesa ante mi cara de pasmarote. No quiero que me dejes ahogada en tus
deudas de borracho. Y la verdad era que no teníamos deudas, ni de borracho,
porque después de la revolución, los Comandantes ya nos dijeron al pueblo que
se había terminado todo eso de las deudas y las primas y el riesgo y los bonos
y el capital, pero la Mamá Santa seguía pensado que tal vez esa revolución
duraría pocos días, y que todo eso volvería. Bajo los estímulos de la dieta de
banano frito y ron añejo de taberna, seguí adelgazando, y justo cuando
comenzaba a adelgazar y Manita a ser otra vez feliz, volvió la ex mujer de
Manita, una señora bella.
Creo recordar que se llamaba Doña Lluvia y se hacía llamar
así porque afirmaba ser hija de la tormenta. Era tan presuntuosa y arrogante
como lo que afirmaba ser. Manita, desconsolado, quiso entender por qué su ex
mujer que se fue con otro hombre y que había tenido un nenito con ese otro
señor ahora volvía para recriminarle que él, su ex marido, estaba con otra
señora para olvidar a su ex mujer. Vestida con blusa de lino y vaqueros que
solamente le tapaban las pantorrillas, y tan descalza como su ex marido Manita,
venía con el bebé de otro hombre, al que había llamado Hijo. No lo quiero, se
limitó a decirle a Manita. ¿Y qué pensás que puede hacer él, eh?, le espetó la
de la Esquina, enfadada con Doña Lluvia. ¡Te fuiste con otro hombre mientras él
luchaba para y por vós! Sós una mala mina, ¿oíste? Estuvieron casi a pegarse,
pero la mano del Moro las separó para pedir paz, pues el Dueño ya escupía tanto
y tan rápido que daba señales de estar a un punto de cabrearse. Durante unos
largos minutos en los que solo se oían las astas del ventilador girar, Doña
Lluvia dejó al Hijo encima del mostrador y nos miró a todos, uno por uno, como
si tuviese vergüenza de nosotros. Dejó al Hijo encima del mostrador y se fue y
jamás volvió. El Rebaño de los Hombres Tristes tenía un nuevo camarada, uno que
aún no podía caminar pero que era el menos triste del Rebaño, porque en el
momento de taberna en que su mamá se marchó abandonándolo, él se puso a reír.
La risa de los bebés es un remanso de alegría para el planeta. El Moro, que
siguió a Doña Lluvia hasta el umbral de la puerta, al regresar agarró al Hijo y
lo sostuvo en sus brazos fibrosos, haciéndole mimos. El Hijo siguió riendo, y
todos nosotros nos enamoramos de él.
Los cuernos de arce de Manita volvieron a desaparecer, y
Manita volvió a sonreír. Doña Lluvia se había ido por fin y había dejado un
ángel para el Rebaño de los Hombres Tristes, siempre aquejado de tristeza,
pena, ron añejo y bananos fritos.
Hambre de perros y lobos.
Cuando el tiempo de las lluvias
dejó su rastro por toda la Sierra Maestra, la taberna y todo el pueblo se
llenaron de bichos, animalillos que coloraban los contextos y que hacían de las
mujeres del pueblo monstruos sin corazón que los querían fuera de sus chozas.
En la taberna nosotros los Hombres Tristes no estábamos por la labor de ayudar
a nuestras mujeres. Estábamos ensimismados en el Espíritu Santo, el nuevo
colega del Rebaño, el Hijo que Manita recibió de Doña Lluvia. El Dueño, que
hablaba mediante escupitajos, fue el que le dio el nombre de Espíritu Santo,
pues tenía que ser el Triste más alegre de todos nosotros, el mejor ser humano
del mundo, el eslabón próximo de la evolución humana. No sé aún si esas
palabras del Dueño eran fruto de la borrachera o de que los escupos le mareaban
el cerebro; lo cierto era que mientras pasaban los días y las semanas, los
tiempos de lluvias y los tiempos de secano, los Hombres Tristes le fuimos dando
forma a nuestro nuevo amiguito.
Cuando el nuevo tiempo de las
interminables lluvias llegó a su fin, el Espíritu Santo era un nene alegre y
saltarín que, como todos nosotros, llegado el anochecer, rezaba ante el altar
que le montamos a Tele, muerto en extrañas circunstancias años atrás, cuando el
Espíritu Santo debía de contar unos dos o tres años. El niño vestía ropa hecha
por la Mamá Santa, que últimamente yacía sobre su lecho cual hipopótamo obeso
en un pantano de malaria, comía los guisos del Dueño, cantaba nuestras
canciones de locos borrachos, y aprendía lenguas gracias a la Puta de la
Esquina Vieja, que conocía más de dieciséis idiomas distintos gracias a sus
viajes de puterío. A veces el niño nos daba los buenos días en alemán, pasar a
preguntarnos cómo nos iba el día en italiano, si habíamos comido bien en
japonés, si nos gustaban sus acrobacias de travieso en guaraní, si estábamos
enfadados con él en catalán, si queríamos que le contásemos un cuento en
esperanto, dándonos las buenas tardes en ruso y las buenas noches en inglés. Al
final no sabíamos si de todos los Hombres Tristes el Espíritu Santo era el más
tonto de todos o si el más astuto, pues se hacía entender pero parecía más un
filósofo brabucón que un nene que espanta gatos cuando pretende divertirse.
En medio de las enseñanzas de la
de la Esquina y de nuestros rezos al altar hecho sobre el cadáver de Tele,
llegó al pueblo una caravana de chicas. Nosotros los Hombres Tristes
empezábamos a languidecer (el Moro sufría un cáncer de hígado que le había
inflado parte de su abdomen, cual extraña criatura y Fino se había dejado barba
desde la muerte en extrañas circunstancias de Tele, una barba larga muy larga y
blanca como de asno de Merlín) y ya no se acercaba la furibunda ira de la Mamá
Santa con su mazo. El chillar de las chicas era ensordecedor, como de gallinas
y pavas y patos, pero en mujer humana. Era tal el jolgorio de las niñas, que
Manita, el Moro y Fino y yo salimos a ver qué carajo pasaba: una caravana de
unas doce o trece nenas de distintos colores, todas desnudas cuales Venus
acabadas de ser arrancadas de los brazos sedientos de sexo de Júpiter, acababa
de abandonarlas en nuestro pueblo, y no entendíamos porqué, pues eran felices y
alegres, no paraban de jugar, de reír, de hacer bromas entre ellas, ¡hasta se
daban besitos! Todos los hombres de la aldea, incluidos los Hombres Tristes,
fuimos a juguetear con ellas. Nos hicieron caricias, nos hacían cosquillas, nos
hacían de todo con nuestros cuerpos. Pasamos del ron añejo a la piel de hembra
joven loca de amor. Y estábamos encantados. Incluso alguna que otra mujer se
apuntó a esa orgía de felicidad nihilista.
La realidad era que aquellas
niñas eran de veras ángeles enviados por algún dios bromista para asaltar las
mentes de todo aquél que quisiera estar con ellas. Eran una distracción barata
(la cara hubiese sido aquella que hubiera asaltado las mentes de todos), pues
no todas las personas de la aldea cayeron en manos de las niñas felices. Casi
todas las mujeres, menos dos o tres, y algún que otro hombre, además de todos
los menores de trece años, jamás se acercaron a la bacanal de las doncellas
desnudas. De hecho, tanto la Puta, como la Mamá Santa como el Espíritu Santo
siguieron con sus vidas mientras todos los demás Hombres Tristes salimos de la
novela de sus vidas. Más de una vez intentaron ayudarnos, queriendo sacarnos de
ahí, pero nosotros o bien estábamos demasiado ensimismados en las tetas,
culitos y conas de las niñas bonitas o bien ni nos dábamos cuenta de que la
resistencia nos quería devolver a nuestro oasis de tedio impenitente. Su
resistencia no pudo hacer nada ante el alud de lobos y perros que se abalanzó
sobre el pueblo, animales que, sin tener que vestirse ni empuñar armas, se
hicieron con toda la aldea, encerrando a los resistentes en la taberna,
creyendo que jamás saldrían de ahí.
Soy la Puta de la Esquina Vieja.
Quise contar mi historia y es por ello que el loco que
siempre cuenta lo que sucede en la taberna me ha dejado, por un momento,
explicar lo mío. Nací con el nombre de María Evita y no recuerdo mi apellido.
Mi linaje es un largo devenir de fulanas, meretrices, prostitutas, perras,
zorras y putas, de hecho la primera de todas ellas creo que debía de ser una
antepasada mía que fue en una nave fenicia desde Tiro a Cartago y desde la tierra
de Dido a la Suburra, donde fue engendrando hijas de puta que también hacían de
puta, siguiendo el linaje y el oficio familiares. Una profesión de mujeres para
hombres y mujeres a partes iguales, pues primero los Dioses del Olimpo y luego
la Santísima Trinidad nos regalaron el don de hacer felices a los demás
–siempre que pagaran una suma X de pecunias.
Nací cuando aún le faltaban veinte años para que terminara
el siglo pasado, aquél de los inventos, y pasé mi infancia en las calles de
Rosario, acechada primero por niños y luego por sus padres, e incluso por sus
madres, todos boludos necesitados de amor con A mayúscula. Debo reconocer que
de pequeña era un ángel de ojos verdes como los bosques de los Andes altos y de
cabello rojo como la sangre de cualquier ser vivo de la Tierra; se me
desarrollaron pechos de mujer antes de los diez añitos y mi mamá, puta también,
mamá de otros cuarenta nenes, todos desperdigados por orfanatos de la
Argentina, supo al instante que era la escogida de entre los demás cuarenta
hermanitos del don de la familia, el de regalar sentido a la vida. Desde aquél
día, mi vida fue una sucesión de peripecias y seres humanos que me hicieron
recalar, ahora casi con setenta años, en esta isla grande del Caribe. Puedo
sentenciar con autoridad que te da la experiencia que sé hablar dieciséis
idiomas: castellano, guaraní, mapuche, alemán, inglés, ruso, italiano, catalán,
esperanto, francés, indio, cantonés, finés, portugués, afrikaans, élfico. Y todos los he aprendido de clientes,
algunos hombres, otras mujeres, otros tullidos, algún que otro duende y muchos
seres necesitados de mí. He viajado hasta límites insospechados y he aprendido
nuevos deportes, desde el fútbol a la fumada de pipa de opio, y nuevas artes,
como el cubismo y la felación birmana.
He parido más de treinta veces, sin jamás llegar al récord
de mi mamá, los cuarenta huérfanos. He perdido la cuenta de mis vástagos, todas
mujeres menos un niño que ahora mismo es el presidente Arturo Frondizi, que aún
hoy gobierna en la Argentina. Prácticamente todas las niñas han salido con
cabello rojo y ojos verdes. Aun siendo puta supe hacer de mamá y les contaba la
historia de su familia, que pasó del país en forma de bota a las Indias
Occidentales en el Mil Setencientos, siguiendo al Virrey de Nueva España, y
luego una de ellas bajó por el continente hasta recalar en el río de la Plata,
para engendrar a mi madre en sus aguas, y luego irse a Rosario, donde yo fui.
Les contaba también que, para seguir toda tradición familiar, me dediqué a viajar
por acá y allá siempre que mis clientes me quisieran consigo, aprendiendo los
dieciséis idiomas que hablo y pariendo los más de treinta vástagos que he
contado anteriormente mas no recuerdo. Me di cuenta de quién era mi hija
sucesora de la profesión vital cuando vi que a mi hija Decimocuarta se le
desarrollaron senos a los ocho años. Supe que mi trabajo había terminado, y que
ya no podría ser nunca más la Puta de la Esquina Vieja, como lo había sido
durante más de cincuenta años. Vi a la Decimocuarta partir en busca de más
personas sin rumbo en los caminos de amor –con A mayúscula– y yo me quedé con
un acopio de pelotudos en el último pueblo en el que viví y sigo viviendo.
De hecho, esta taberna es de mi propiedad, pues soy la mujer
más rica de toda esta isla tropical. ¡Ningún comandante revolucionario me
sacará mis pesos! Me los gané con sudor y más sudor, viajando y trabajando.
Esta taberna es de mi propiedad, aunque digan esos monigotes barbudos de Pepe
del Hielo que es ahora propiedad del Estado Socialista que ha surgido de las
cenizas de la dictadura burguesa anterior a la revolución. Esta taberna es mi
jubilación, y soy feliz rodeada de un nuevo amigo negro y un grupo de borrachos
tristes cuyos nombres no recuerdo bien (creo que uno de ellos se llama
Morollano dos Santos Soles, pero todos le llaman Moro), además de Aureliano V.
Noches, el señor que he dispuesto tras la barra de la taberna.
Ventilador.
Una noche entró en la taberna un
ruso que escapaba de las purgas de su país. Era un ser repulsivo, tanto como
nosotros, y como nosotros se quedó prendado del Hijo, recién llegado hacía dos
días al Rebaño. Empezó a hablarnos en ruso, creyendo que lo entenderíamos, pero
nada. Hasta que la Puta de la Esquina le ayudó: Es un soldado, un soldado
honrado y honesto que ha luchado con los Comandantes en la revolución de hace
unos meses; es un soldado, un hombre que lucha bajo órdenes y a veces inclusive
con un ideal, y por un ideal; es ruso y se escapa de su Papá, algo extraño,
¿quién se escapa de su papá? Decíme, ruso, qué hacés en este antro de mala
muerte.
El ruso le habló otra vez. Y he
aquí la traducción de la arrugada de la Esquina: Tiene miedo, está agotado de
tanta lucha, se acaba de dar cuenta de que la revolución acabó hace unos dos meses,
pero él seguía escondido en la selva, esperando que alguien lo ayudara; ha
vivido a base de bichos y agua de coco, y ahora dice tener fiebre; por eso ha
venido aquí. Decíme, ruso, qué más querés explicarnos. Es un soldado que escapa
de su país enorme porque ahí le ven como un peligro para la ciencia del
socialismo real porque él tiene profecías y en el socialismo real no hay cabida
para profecías. Eso es lo que es, y eso es lo que tiene, el pobre diablo de
hielo.
El ruso se sentó en un taburete y
bebió una copa de ron añejo. Miró al Hijo durante un buen rato y dijo algo. Le
cambiarán el nombre al bebito. El Dueño escupió, argumentando que él le quería
poner el nombre santo del Espíritu Santo, pero que nosotros no le dejábamos.
Dicho en profecía, sin embargo, tenía que ser hecho, pero Tele, que era un
puñetero, no quiso votar, y así el Rebaño no pudo bautizar al Hijo. El ruso
pasó con nosotros unas cuantas noches, intercambiado palabras con Moro, que
mientras aprendía ruso, el soldado soviético aprendía nuestra habla. Todo ello
bajo el ventilador de óxido de la taberna, que cantaba sus susurros de metal
moribundo. El ruso tenía una barba de Carlos Marx que le convertía en un ser a
la vez respetuoso a la vez penoso. Cuando ya supo expresarse más allá de las
traducciones de la de la Esquina, nos contó que un día uno de nosotros moriría
en extrañas circunstancias, debido a hechos que ni sus profecías no podían
decirnos. Acto seguido, vomitó el ron añejo y entre gritos en ruso y en nuestra
habla le gritó al Dueño que él solo bebía aguardiente colombiano. ¡Ni ron ni
vodka! ¡Aguardiente de marineros! El Dueño le escupió en la cara, y el ruso se
le tiró encima, comenzando una tangana que divirtió al Hijo y a los demás,
mientras Manita pedía calma y la de la Esquina se abandonó al opio otra vez.
Los truenos de cualquier riña
hacen que el mundo se agite. En la taberna las paredes comenzaron a
tambalearse, y de repente, y sin motivo, el ventilador se desprendió de su
base, rodó sobre los Hombres Tristes y empañó las ventanas de un rojo sedoso
que olía a ron añejo.
Mortis quaerit auxilium.
Una vez el estruendo del ventilador caído se apagó, la
sangre que empañaba las ventanas y paredes de la taberna olían a ron añejo y la
de la Esquina Vieja comenzó a decirnos que éramos unos boludos hijos de
nuestras reputas madres que tienen la concha de arena porque nos han parido
mal. Nos sacamos el ventilador de encima, y vimos que estábamos cortados y
pringados, sucios y borrachos. Nadie había muerto. A Fino se le había saltado
un ojo y para remendar el estropicio puso un aguacate en el agujero; Tele se
había quedado sin parte de su brazo derecho y Moro tenía una serie de raspadas
en la cara que parecían tatuajes de pigmeo. Al ruso le partieron por la mitad y
a mí el ventilador me hizo una rasgadura en la barriga que se me veía todo lo
dentro. Nadie, sin embargo, había muerto.
Comenzamos a beber más y más ron añejo y brindamos por
nuestra recién adquirida inmortalidad, cantando canciones de tontos, y viendo a
Manita y la Puta de la Esquina cuidando al Hijo. Entretanto, no nos dimos
cuenta de que en la taberna, sentada al lado de una mesa cercana al cuchitril
que el Dueño llamaba Water Close, estaba una señora mulata preciosa de ojos
miel y cabello muy rizado, con los senos al aire y una falda de flores,
descalza.
Creo que me di cuenta de su presencia un rato después de
haber entrado en la resaca y, creyendo que podría ligármela como hice hacía
unos días con la luz loca, me acerqué a ella. Hola, preciosa, me llamo […] y
creo (hipo) que es una (hipo) preciosidad. Al ver que no me respondía, y que
seguía mirando la mesa cubierta de resina, con una mirada triste de soledad, me
acerqué más a ella, y quise tocarla, cuando me espetó: ¡No! ¡No puedes tocarme!
Si me tocas… mueres. Al oír aquello, vomité encima del suelo y después recibí
un lapo en la cara, pues el Dueño acababa de desaprobar aquella vomitada. Me
sequé las babas y miré sus ojos miel: ¿Por qué dice eso, señorita? Porque soy
la muerte, vengo a buscar al ruso ese, pero estoy cansada de tanto trabajar, no
tengo vacaciones ni un momento de reposo, estoy muy triste desde hace unos
pocos años, cuando de repente mi ficha laboral se acrecentó en casi cien
millones de muertes. No sabe usted lo difícil que es ser eterna, sin espacio ni
tiempo, y estar todos los momentos de mi existencia etérea llevándome a la
gente de acá para ahí, sin saber ni yo adónde los llevo. Vivir en un
interrogante perenne es una ignominia, y no se lo deseo a cualquiera, créame.
Sus palabras eran tan humanas que todos los demás Hombres
Tristes se acercaron a ella, escuchando su relato. Ser muerte no es cosa de un
solo día o una sola noche. A veces tengo que estar en más de mil sitios a la
vez, y a veces tengo que llevarme hordas de personas allá adonde me lo manda mi
responsabilidad, porque es mi ética profesional lo que me tiene encerrada en
este oficio de muerte. No paro de trabajar, no recuerdo el inicio de este
trabajo que me aliena y me dispersa porque como he dicho soy eterna e inmortal,
dones que no sé si quiero porque no sé si sé algo en absoluto. Siempre he
vivido en un momento sin pasado, presente y futuro y a veces algunas personas
se me han escapado y se han aparecido a sus seres queridos, otras simplemente
no han recibido la entrada para ingresar allá donde las llevo. Soy ciega y
puedo ver porque miro y soy sorda y puedo oír porque escucho, mi vida es algo
tan absurdo que me hace llorar, y cuando mi moral de muerte me avisó de que
tenía que venir aquí porque una riña de idiotas había hecho caer un ventilador
destrozándolos hasta la muerte me quedé pensativa aquí, sin saber qué hacer,
cansada de ser muerte y dejar un rato que la vida siguiese. Por cortesía,
camarero, ¿podría ponerme una copa? Sólo tenemos ron, señorita, gruñó el Dueño
(¡la primera vez que le oí una frase larga!), quien le dio la botella de ron
añejo más antigua de la taberna, y la muerte se la bebió de un trago.
Volvió a mirarnos, uno a uno, escalofríos y miedo, y cayó
baldada sobre la mesa, roncando y musitando ayuda.
La prohibición más tonta de la historia.
La noche en que conocimos a Teléfilo Aurelio Magalhaes la
taberna hacía poco tiempo que existía: la Puta de la Esquina Vieja hacía poco
que había invertido en ese negocio y aún no había Dueño que escupiese y nos
pusiese las bebidas. Eran tiempos extraños, más de magia que de realidad, como
si el sudor empañara la memoria y los recuerdos fuesen ron añejo con gotitas de
aguardiente de Medellín. Algo raro. La noche en que conocimos a Tele solamente nos
sentábamos, delante de botellas de ron eternamente llenas, Moro, Fino y yo.
Manita aún no había llegado, ni habíamos oído hablar de los Comandantes
barbudos. Eran tiempos de silencio tranquilo, solamente roto por los cacareos
de los papagayos y los demás ruiditos de la selva de la Sierra Maestra. Eran
tiempos de juventud, en los que aún vivía con mi madre verdadera y la Mamá
Santa me hacía de novia –sin ser el mastodonte que llegaría a ser en el
presente actual de los momentos de taberna que voy contando de vez en cuando.
La taberna aún no tenía más que cuatro paredes, suelo de
tierra batida, una barra de cáñamo que rezumaba perfume mariano y muchas
botellas de ron asilvestradas por entre las paredes. El techo era un matojo de
hierba seca. Faltaban meses para que un incendio lo quemara y la Puta se
dignara a invertir en una remodelación de la taberna. Esa noche en que
conocimos a Teléfilo Aurelio las estrellas brillaban junto al cante de los
animalillos de la selva y nuestras risas eran las que sabíamos que tenían que
amenizar nuestra nueva noche de borrachera. Y de repente, eso: un sonido que no
era ruido, sino que tenía un sinfín de melodías rítmicas, con voces
sincronizadas de hombres y mujeres juntadas con trompetas, violines y pianolas.
Esa música se iba acercando, lentamente, nosotros callamos nuestra habla de
borrachos y de repente apareció un ser pequeño y bigotudo con un gramófono más
grande que todo su cuerpo. La taberna del Rebaño de los Hombres Tristes se
llenó, desde ese momento, de jazz y blues, de voces graves de negro. Oh, el
gramófono. ¡Qué invento! No sabíamos que el ser humano pudiese crear tales
cosas del diablo. Tele siempre fue un vendedor de gramófonos, y venía de los
Estados Unidos de América, adonde había emigrado desde Portugal de niño y donde
había decidido ser vendedor de gramófonos.
Pero me cansé de estar en ese país de vaqueros irlandeses
come-espaguetis y mata-indios, nos dijo, me cansé de esa prohibición estúpida.
¡No se puede beber, ahí! Lo prohibieron por ley. No nos lo podíamos creer:
¿prohibir el ron en la Constitución? Oh, sí, amigos, nos decía Tele, y nosotros
aún sin conocerlo ya le teníamos cariño, oh sí, desde hace dos años que ni en
Iowa, ni en Ohio, ni en Nebraska, ni en ningún estado de los Estados Unidos se
puede beber alcohol, está prohibido. Y si nadie bebe ni whiskey ni claramente
ron, nadie quiere divertirse, y nadie compra gramófonos, y sin venta de
gramófonos, yo me quedo sin trabajo. Llegué a vivir debajo del puente de Brooklyn,
solo con este mi gramófono, hasta que decidí viajar al sur, cruzar mares y
selvas, perderme en mi desdicha creada por esa prohibición tan tonta, y heme
con ustedes.
Ay, Tele, cuánto te echamos de menos. ¿Por qué moriste en
extrañas circunstancias? Aún conservamos tu gramófono, Teléfilo, y nos alegra
la vida, jamás se apaga. Ay, Tele, qué jazz. Hasta las bellas mujeres desnudas
y los perros y los lobos que últimamente van llenando este pueblo perdido en la
real magia de la selva bailan al son de tu regalo.