miércoles, 21 de abril de 2010

Con 52º

Esta es una de las anécdotas que iré comentando sobre uno de los viajes más extraños que he vivido jamás. Para más inri, lo viví con mis padres y mi hermana, creando una sopa de cultivo italocatalana en perenne estado de sofoco y paranoia. El hecho fue simple: en agosto de 2008 se nos ocurrió hacer un viaje por lo ancho y largo de Marruecos, un país tan distante como cercano a Europa. Y vivimos cientos de aventuras, que con parsimonia y paciencia voy recordando. Así, y gracias a la perspectiva que me brinda la memoria, contaré cómo vivimos nuestra peripecia en Errachidia y Erfoud. Son las mismas puertas del Sahara. Un páramo eterno de arenas grises, blancas, rosas, naranjas y amarillentas, quizá también ocres, con alguna que otra roca o roquita. Y en medio, algún fuerte del ejército o algún pequeño oasis, no sé aún si verdadero o fruto de mi imaginación paranoica y débil.
Errachidia y Erfoud son dos enclaves militares en la frontera sureste de Marruecos con Argelia. Por lo visto, esos dos países del Magreb no es que se lleven muy bien, así que están como los USA y la URSS durante la Guerra Fría, en perenne estado de amenaza. Nosotros, sin embargo, no conocíamos dicha situación. Cuando llegamos a Errachidia con el autocar –lleno de españoles de todas las clases y rincones de la península– aún no nos habíamos dado cuenta de que afuera nos aguardaba un buen calorcito, puesto que dentro del bus nos encontrábamos a 28º. Cuando empezó a bajar la gente, vi desde el interior del autobús cómo las diferentes personas chocaban sus reniegos contra Dios y los Santos, cagándose en el puto calor y en los pocos moros que por ahí circulaban.
El caso fue que paramos al lado de una supuesta cafetería: una casa con una terracita para 20 personas, hecha de adobe, con toldos, y una ristra de sillas con hombres sentados, vestidos con sus chilabas y mirando inexpresivamente a los turistas catetos aguantar el calor. Ellos, los paisanos, parecía que no sufrieran. Yo, mientras tanto, ya me había vestido con una camiseta blanca sin mangas, y me había puesto un gorrito blanco llamado kebbah: así pasaba desapercibido entre los moros. Cuando nos sentamos en una mesa, el maitre –un hombre encajado en bigotes negros y grises– me dijo algo en árabe-marroquí, creyendo, como muchos otros, que era uno de los suyos y que debía ayudar a los demás camareros, hasta que mi padre le avisó en francés de que yo no era moro, sino el hijo de la señora pelirroja (mi madre) y el hermano de la chica rubia (mi hermana).” Me disfrazaba de moro para pasar desapercibido y no tener que aguatar a los vendedores ambulantes. Cuando el maitre nos trajo las coca-colas, mi madre me miró con la misma expresión que los hombres sentados en la carretera (como si vieras telebasura, sin expresión alguna en la cara pero que en realidad estás estudiando, escrutando, detenidamente lo que están propiamente mirando), estuvo un largo rato fijándome, y finalmente susurró, creo que mareada por el tremendo calor sofocante de 52º del desierto: “Hijo de pelirroja y hermano de rubia, tú con piel de aceituna y estas pintas de pobrecito”. Acto seguido, tomó un sorbo infinito y se desplomó en la silla. Cuando te paseas en un mar de arenas a cincuenta y dos grados Celsius tu cerebro se te achicharra, literalmente, como si el alma quisiese escapar del cuerpo que se abrasa, y comienzas a ver (y verte) extraño, en un sueño, o en una historieta sin moraleja.