viernes, 19 de junio de 2009

From AC

Aquí dejo algunos textos que he ido escribiendo para la web Azione Culturale: http://www.myspace.com/azioneculturale 

--Ya os aviso que debe ser un rollazo leerlos… Yo no consigo releérmelos ;) Más abajo hay posts mejores --

El Hueco

Ludwig Feuerbach comentó hacia la mitad del siglo XIX que Dios era una creación más de la mente del hombre, quien lo creaba a su imagen y semejanza; siguiendo las teorías de la alienación de Feuerbach, se comentó que su blasfemia no podía tolerarse y la Iglesia lo excomulgó, aunque quizá a él no le importó demasiado. En la misma línea de la polémica dentro de la religión, Carlos Marx hizo el famoso comentario: la religión es el opio del pueblo, en alusión a la necesidad primigenia de las personas en creer en algo abstracto y superior y, a la vez, organizarse en comunidad a partir de esas creencias, puestas como base de la moral. Mucho más lejos fue Federico Nietzsche, quien anunció la muerte de Dios, para mayor desmayo del Santo Pontífice con curia incluida.

Lo que nos venían a decir esos filósofos sobre la necesidad de creer era el hecho de desmitificar a un ser humano que cada vez era menos invisible a ojos del mismo ser humano, puesto que la ciencia había evolucionado considerablemente y Darwin ya había expuesto su teoría de la evolución, que fue aclamada en todo el mundo civilizado. Se pasaba de la filosofía de Spinoza, Pascal, Descartes…, donde Dios no era estudiado como un objeto empírico, sino aún como un ente abstracto al que se le debía entregar mucho respeto individual. A partir de la segunda mitad del XIX la religión también entró en los esquemas del estudio humano como ente psicológico. Y hoy, puedo comentar mi punto de vista gracias a esos preámbulos polémicos.

El ser humano es un ser natural, que nace, crece, debe reproducirse, y finalmente muere; un hipopótamo hace ese recorrido natural, pero no mira al mundo que le rodea con los mismos ojos que el humano, quien, desde el momento en que posee cierta razón de la existencia, se pregunta si vale la pena vivir una vida que posee un fin inevitable. Asimismo, el hipopótamo entiende que la muerte –el fin de la vida– vendrá, y lo comprende con resignación; no obstante, el humano no puede concebir que un algo tan poderoso como la muerte se le escape de su entendimiento: es un hueco vacío y negro que debe ser llenado e iluminado, igual que la argamasa o el yeso se utilizan para arreglar paredes. La lógica de la Historia humana es la lógica de la superación de la muerte; cuantos más recursos para la comodidad vital posea el humano, más lejos estará la muerte, lleno estará el hueco, y mayor tiempo de búsqueda quedará. La religión es una muleta que ayuda a la superación de la muerte; las creencias –con dogmas, mitos y leyendas– crean un abanico imaginario que llenan el primer hueco: aquel de la explicación de la muerte. Acto seguido, aquellas creencias se institucionalizan para poder mantenerse, naciendo así las comunidades de sacerdocio, bien estructuradas jerárquicamente: la Iglesia Católica con el Papa, los cardenales, los arzobispos, los obispos… Los lamas tibetanos con su Dalai-Lama. Cada comunidad musulmana, por muy pequeña que sea, con su imán principal. Las creencias sirven para mantener al ser humano dentro del mundo, del universo, del espacio. Son agua de colonia que perfuma la razón y el instinto del humano de moral, de ética, de ideales de justicia, libertad, igualdad, de qué está bien y qué está mal, buscando el camino perfecto a la no muerte, a no llegar a ella –si no se entiende al hueco, entonces más vale evitarlo. La institucionalización de las creencias conlleva la determinante institucionalización de cierta moral, que servirá para mantener e institucionalizar, a su vez, a un determinado poder político, el resumen más sintético posible para la organización en comunidad de individuos humanos. Al finalizar todo este recorrido de manutenciones, el bienestar asumido, la estabilidad de un individuo dentro de la comunidad que se mantiene está irremediablemente asolada por preguntas que ponen en tela de juicio a la institucionalización de las creencias; como si se quisiera salvaguardar a la moral. Se da cuenta de que la consiguiente humanización de las creencias para la mayor estabilidad de la comunidad es la simple corrupción de la moral –las revoluciones socialistas son buen ejemplo de ello–. ¿Cómo se puede vivir en la hipocresía? Por ello, se buscan nuevas creencias, alejadas de la falsedad, de lo establecido que se ha corrompido… Es la simple reunión cíclica de creencias que buscan la irredención y la perfección, creencias que han surgido de mentes conscientes de su imperfección de entender aquello que puede ser irredento y perfecto; que para mantener a las creencias necesitan institucionalizarlas en moral, que a su vez será institucionalizada en poder político para que pueda ser mantenida. Uno de esos tres filósofos antes comentados –me refiero a Marx– se ha convertido en una especie de divinidad para muchas comunidades, que lo ven el primer “profeta” de un sistema que nace de sus ideas, convertidas en creencias para la moral socialista.

Así nacen los ídolos, los héroes, los mitos y los dioses –y lo mejor de todo es que nacen en cualquier paso de aquel camino abstracto y profundo, monopolio del humano.

 

El peor profe

Cuando escuché la risa de mi amiga un escalofrío me recorrió la espalda, atravesó las puñeteras cervicales y consiguió convertir mi pobre cerebro, mi pobrecita sesera, en un cubito de hielo. Me sentí el coronel Aureliano Buendía frente el pelotón de fusilamiento: la risotada aguda y extremadamente ridícula de aquella colega de clase, de una chica con voz de camionero porque eterna fumadora, de esa mujercita con pendientes muy parecidos a hoola-hops o a apoyos de papagayos multicolores, había conseguido que el profe, un ser diminuto e imbécil, un burócrata altivo, tímidamente desgraciado y casi calvo –sonreía como George W.– sacara una pistola de entre sus grises bolsillos de funcionario tedioso y se disparara una bala en plena cabeza, destrozando su cráneo y lanzando un chorro de sangre hacia atrás, hacia la pizarra, oyéndose un sonido ensordecedor parecido a la traca reseca pero aún lista a explotar. El chorro rojizo y luminoso empapó la pizarra, como si de repente la muerte quisiera pintar un cuadro ultramoderno, más allá de lo contemporáneo.

Y el chillido: casi veinte personas dejaron escapar un grito único de horror y sorpresa aterrada ante la maniquea imagen del peor profesor universitario que habían tenido y visto jamás. En medio de la histeria colectiva, de los cuerpos nerviosos y asustados, el cadáver del funcionario –con la cara completamente roja y solo dos grandes puntos blancos que tal vez seguían siendo los ojos– cayó lentamente sobre la cátedra. La libertad que tanto jaleaba que poseía (“Tengo libertad de cátedra y vosotros no”, solía repetir con su cagada voz monótona) lo había traicionado.

Y la chica con pendientes tan grandes como aros indios de Bollywood calló: su risa desapareció a la par que todo su ser. El diablo, o la muerte, o el fin de los días, se había aparecido en una clase cualquiera de una universidad pública cualquiera de una ciudad mediterránea cualquiera –aunque si se prefiere, que esa urbe sea Barcelona, que por eso la tenemos cerca.

En pocos minutos, cuando la cabeza del peor catedrático del universo aún rezumaba humo de bala, el aula se fue llenando de personas: el fin de uno de los peores seres humanos de la historia, y era uno de los peores porque una vez muerto nadie lo recordaría (así que estaba doblemente muerto: por una parte nadie lo amó y por otra nadie lo odió, así que era una pobre cosita insignificante en medio de una tempestad ordenada llamada burocracia), se había convertido en una atracción singular del aula 31. Primero se acercaron los alumnos, después el personal de mantenimiento, luego sus colegas profesores, finalmente los cuerpos de seguridad. Una nube incolora de preguntas llenó la facultad: ¿por qué? ¿por qué? ¿cómo? ¿por qué? No lo sé. Nadie lo podía entender: ¿quién demonios puede llegar a entender que de repente se aparezca una chica que ríe en medio de una lección politológica aburrida y entonces el profe con libertad de cátedra saca un revólver y se vuele su puta tapa de los sesos ante sus incrédulos, hormonados y granulentos pupilos? “Claro, se entiende…”, comentó la policía. “Sí, sí… la verdad es que se entiende”, suspiraron los otros profes. “Bueno, pues ya se marchó”, sentenció el decano.

Entonces una manta tapa el cuerpo; un señor canoso y calmo limpia la pizarra y el suelo; todos se van; y los alumnos ven entrar un nuevo profesor con libertad de cátedra. Ese nuevo funcionario es joven, tranquilo, guay. Es amigo de todos los demás catedráticos; se ha formado en esa facultad; conoce a muchos individuos que trabajan en su ramo; domina el argot de sus faenas. Lleva perilla, cabello marrón un poco largo y ropas austeras. Da bien la clase; es simpático, enrollado, muestra autoridad y sabe interrelacionarse con los alumnos. Hasta que de repente dos intensas y negras ojeras aparecen bajo sus óculos ya amarillentos. Tan ocres como el mundo que le rodea, nuestra hermosa y aristocrática burocracia latina.

 

Amando la Experiencia

<<Hablar de amor es recurrir a la más enorme falacia. O eso era lo que, hasta estos momentos creía. Personalmente, odiaba al Amor, aquella palabra tan repetida y por tanto sobrevalorada. Ella tiene un valor sagrado que debe resplandecer en nuestros sesos, debe abrir nuestros puntos de vista y nuestras propias meninges y encontrar un puñetero punto en el que, nosotros, el pueblo, debamos exclamar una mentira: ¿te amo? ¡Qué imbecilidad!>>

¿Por qué el speaker se desgañitaba exclamando esas mismas palabras una y otra vez? Estaba inmerso, él, en una nube de té de peyote, con la cara naranja y completamente desnudo, como si Dios lo acabase de posar sobre la Tierra, y él, el desnudo, seguía hablando con monotonía y aspaviento sobre el Amor, <<algo etéreo>>. Junto a mí estaba doña Crisa, una mujer que tal vez me imaginaba, pues aún estoy drogado –me la he pasado follando hasta hace cinco minutos y, como Dean Moriarty, amo la verdad, es decir, amor joder–, y doña Crisa, la misma Crisa de los ojos verdes como esmeraldas de corales caribeños (¿adónde he metido la lógica? Y me río, suelto una carcajada) me susurra al oído lo que tengo que escribir: que estamos estirados ante una marabunta de personajillos drogados de cualquier cosa, que estamos en 1969, que estamos escuchando al verborréico hombre desnudo (por cierto, aún lleva los picos de su última inyección de caballo) decir sandeces sobre el amor –¡los polvos!– y escuchando la Experiencia, oh sí, la santa y beata experiencia de la Verdad, de un negro asombroso que mantiene entre sus brazos y manos de negro una espléndida guitarra que resuena, que nos abruma la mente, ¡las meninges!, y doña Crisa suelta un hilo de voz de sirena y, como un personaje digno de la mente de Gabo, exclama un orgasmo sin lógica. Porque allí estamos, esperando a Tricky Dick y a Spiro y al futuro desdichado y a la volatilización de la esperanza y la felicidad y la pureza y la dignidad. Hasta que vuelve a resonar la Experiencia…

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