lunes, 23 de agosto de 2010

La Segunda Declaración de Derechos


El 11 de enero de 1944 el presidente de los Estados Unidos de América, Franklin Delano Roosvelt, dio su último Discurso del Estado de la Unión; lo dio por radio porque estaba demasiado débil y enfermo como para aparecer ante el Capitolio de Washington. Pero la última parte de dicho documento hizo que fuese retransmitido por televisión: era un documento fuertemente rompedor, completamente nuevo, que pretendía construir una nueva era de derechos en el mundo político: los Derechos Sociales.

Unos meses después, Roosvelt murió, y fue sucedido por su vicepresidente Truman, quien olvidó la Second Bill of Right, pues debía terminar la guerra contra los japoneses. El tiempo diluyó el documento (deseo, testamento, herencia perdida) del presidente que más años estuvo en el cargo. Roosvelt no fue solamente un estadista, sino un visionario que preparó el terreno para la inclusión de los derechos sociales en las Constituciones que se fundaron terminada la guerra: Italia con su constitución de 1947, Japón con la suya de 1948, Alemania con la Ley de Bonn del ’49, todas ellas concluían que los derechos individuales de todo ser humano deben estar complementados por una serie de derechos sociales que emanan primeramente de la soberanía popular y que el Estado que se crea democráticamente a partir de ella debe vigilarlos y sobre todo rentabilizarlos.

Los derechos sociales que Roosvelt quiso establecer para los Estados Unidos eran:

Derecho a un empleo con salario decente.
Libertad económica ante monopolios y competencia desleal.
Derecho a la Vivienda.
Derecho a la Sanidad.
Derecho a una justa, ecuánime y completa Educación.
Derecho a la Seguridad Social.

Todos estos derechos sociales no fueron aplicados “constitucionalmente” en Estados Unidos, y ello ha sido uno de los grandes huecos por el que se ha echado al garete la reglamentación económica exagerada que ha desembocado en la gran recesión financiera que nos ha llevado a la crisis que aún hoy vivimos (y ya han pasado dos años, lo que podemos decir que vivimos en una Depresión sistémica del capitalismo, si bien mucho más leve que la de setenta años atrás). En las constituciones posteriores a la idea política de Roosvelt (epílogo de tantas ideas intelectuales de pensadores de su tiempo) se escribieron estas leyes, pero sin la cláusula ética de que todo gobierno debía vigilarlas por el “bien común”, y no según el “bien ideológico” o el “bien del partido”, como, desgraciadamente, ha sucedido en todos los países que hoy sufren la implosión del sistema capitalista (un hecho que durará hasta 2017, según los expertos).

Existe sin embargo una ley social que Roosvelt olvidó porque aún no parecía de relieve pero que hoy en día es imperativa: Derecho a una justa información periodística basada en los hechos objetivos de toda información y no en las opiniones subjetivas de quienes ejercen dicha ética profesional para la propaganda o cualquier búsqueda de poder de influencia hacia la ciudadanía y hacia la libertad del pueblo. Roosvelt, amante del capitalismo pero consciente de que amaba una bestia parda que, si no se controlaba adecuadamente, podía ser muy dañina, no pudo darse cuenta de lo que significaría en los tiempos actuales buscar información objetiva de la buena, sin interferencias de los periodistas y de los intereses capitalistas que ven en el periodismo otro campo de competencia.

Creo en los derechos sociales. Pero también creo firmemente en el capitalismo, un sistema con el cual puede desarrollarse adecuadamente el sistema sociopolítico de la democracia. Si bien no son el mismo ente, pueden complementarse mutuamente y dar grandes frutos. Pero para ello deben equilibrarse, deben autocontrolarse el uno a la otra y viceversa; deben poseer cada uno una ética que no les haga descarriar. No todo vale. Tampoco por los derechos sociales, herramientas democráticas para vigilar el capital.

Son tiempos de cambios. Parece que veremos su desilusión si no actuamos con prontitud.

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