En las últimas semanas Catalunya
ha puesto sobre la mesa un nuevo cleavage
dentro del mundo político español y europeo: la voluntad de la mayoría de su
población de convertirse en nuevo estado de Europa, entendida como Unión
Europea y zona euro (dos macroentidades que no montan tanto cuanto tanto montan).
La cuestión catalana ha traspasado
fronteras y bien hará la Comisión Europea, los poderes burocráticos de la UE y
los demás países del viejo continente en canalizar esta problemática, pues no
debe ser exclusivamente un tema que se deba tratar en Madrid o Barcelona. La cuestión
catalana es un hecho europeo de gran importancia. Veamos por qué.
Ante todo, notará el lector que
este artículo lo escribo en castellano. Es un posicionamiento secesionista en
castellano. Algunos me lapidarán por ello, tanto desde la radicalidad de
algunos independentistas catalanes como desde el dogmatismo del nacionalismo
español. El castellano es un idioma bellísimo, precioso, hermoso, de una talla
ortográfica, gramatical, léxica, semántica riquísima, es una lengua hablada por
400 millones de personas aproximadamente y cuando Catalunya se convierta en
nuevo Estado europeo bien hará en considerarla tan oficial como el catalán (y
el aranés). La Catalunya del futuro no puede permitirse perder la riqueza cultural
que supone el castellano. Recordemos que es una lengua impuesta a una nación
que perdió sus instituciones y leyes por derecho
de conquista en el malogrado 1714, es el medio con el que Castilla siempre
ha intentado homogeneizar sus tierras, tanto las originales como las tomadas. Trescientos
años después del malogrado año, Barcelona se ha convertido en la capital de las
productoras y las ediciones en castellano: es la ciudad española que más libros
en castellano edita y más productoras cinematográficas y televisivas en
castellano posee. Verbigracia, por mucho que les pese a algunos snobs, la
cultura popular más animal de España –la telebasura, a la que considero digna
de estudio y no de crítica– se produce en Barcelona, muchos catalanes trabajan
en Madrid y no por ello se sienten menos catalanes, muchos actores que tienen
gran fama en España son catalanes (algunos independentistas/secesionistas/soberanistas
confesos), etc. El castellano es un medio económico de base cultural demasiado
necesario como para perderlo para siempre. Junto al catalán, el castellano
deberá ser respetado, amado, mimado, por el nuevo Estado catalán venidero. Un amor
sin imposiciones, sin temores, un amor libre a una lengua milenaria, sin
victimismos ni agravios inexistentes hoy en día. Un amor tan pasional hacia el
catalán como al castellano (sin olvidar el aranés).
Solo aceptando nuestra realidad,
tan castellanohablante como catalanohablante, seremos considerados con mayor
tino desde las demás cancillerías europeas (y sus homólogos bruselenses) e
internacionales. El cauce que se abrió el Martes 11 de septiembre de 2012 y se
ha ensanchado el Jueves 20 de septiembre del mismo 2012 hace fluir un río que,
si no se controla, puede desembocar en problemas mayores. La clase política
(políticos, altos funcionarios, y periodistas amantes de la polémica y de la
competencia más brutal entre sus mass-media) asentada en Madrid, la del Estado,
está asustada, o mejor dicho: ha incorporado la cuestión catalana, convertida
en susto mayor, en el susto que ya viven desde hace meses, el de las reformas
estructurales que necesita todo el Estado para arreglar el desaguisado de su
sistema económico y financiero, íntimamente conectado a una mala praxis de la
teoría (esta es, la Constitución de 1978). España es un Estado que ve mermado
su monopolio de la coacción por sus entregas de soberanía hacia arriba (la
Unión Europea en las temáticas económica y política, y la OTAN en la temática
militar) y hacia abajo (cesión de competencias a las comunidades autónomas,
híbrido de regiones y estados federados). La España de hoy, gobernada con
incertidumbre por personas que se resisten a entender el cambio de paradigma
resultante de esta crisis (financiera, económica, social, política) que acelera
los movimientos, está ensimismada en su hipérbole: los cambios que se han
estado implantando y los que seguirán implantándose en los muchos años
siguientes son producto del club europeo para sí, y España es un país que duda
de los cambios (psicológicos y materiales) que provienen del exterior. Siempre ha
existido una especie de duda, sin temor mas con desconfianza, de todo aquello
que provenga allende los mares y las montañas fronterizas pirenaicas –solo hace
falta que echemos un vistazo a la Historia–. La resistencia es una de las señas
de este Estado cada vez más parecido a un Mississippi o a un Arkansas de Europa
que no a una Florida o a una California. Admitámoslo: la resistencia, fruto de
orgullo y enroque, de España es la que hace que Catalunya haya dicho basta y no
quiera verse representada en Europa (y el mundo) por los rígidos postulados de
una Constitución de 1978 flexible.
Han leído bien: rígidos postulados de una Constitución de
1978 flexible. No estoy loco. La Constitución española de 1978 es una
constitución flexible, abierta, ambigua, fruto del necesitado consenso de la
Alta Transición (ahora vivimos los últimos coletazos de la Baja, más larguirucha
y cínica) posterior al franquismo. Muerta su Excelencia, la nueva Majestad
entendió junto con sus colaboradores que para consolidar democracia y
estabilidad tenía que devolverle la libertad al pueblo, de forma gradual,
estableciendo conexiones firmes, de acero irrompible, con la Comunidad Europea
y la OTAN. Todo ello junto con una Constitución que tenía que servir de
garantía de estas libertades y de estas conexiones. Dicha Carta Magna, como
cualquier ley, es susceptible de interpretación subjetiva. La historia de los ’80
del siglo pasado ya la conocemos: primero autonomía para las nacionalidades históricas, luego el café para todos y la consolidación del
Estado de las Autonomías que no figuraba del todo en la Carta. La flexible
Constitución se ha vuelto rígida por culpa de sus lectores más dogmáticos. Y cuando
la Constitución Española de 1978 establece, entre otras cosas, que el ejército
es el garante de la unidad de la nación, o que los poderes legislativo y
ejecutivo poseen el derecho de suspender la autonomía de una región si lo
consideran necesario, el fanatismo de lo rígido entra en fase creciente. Paralela
a la esperanza de miles de catalanes, hija de la macro-mani del #11s2012,
existe en Barcelona el temor de ver pasear los tanques de las Fuerzas Armadas
por la avenida Diagonal, temores hijos de las amenazas curtidas en el miedo capitalino
madrileño a un adiós catalán. Este temor no es baladí, y debería compartirlo
Europa. Que un ejército integrado en la Alianza Atlántica ocupe una metrópoli
constituiría un golpe mortal para el euro (la inestabilidad que crearía esta
situación sería insostenible) y para la Unión Europea. Los actores europeos
desde el siglo XV hasta el XX han sido los estados, y una estrella de cine que
decae tiene siempre mucha dificultad en aceptar su nueva realidad y los nuevos
protagonistas que le hacen sombra. El plató es más grande, con actores más
heterogéneos y complejos, como las series de televisión de hoy.
Catalunya debe vender la
siguiente imagen a Europa, imagen a la que ya han escupido desde Madrid: con la
independencia, cambiarían muchas
cosas, pero no todas. Cambiaría el
Estado Español –se vería sin 7.5 millones de ciudadanos menos o sin mucho dinero
menos– y cambiaría Catalunya –que tendría herramientas
de Estado, sobre todo en materia fiscal, social y política–. La secesión de
Catalunya, considerádase nación, debe ir acompañada de una explicación razonada
y abierta con Europa, como una especie de propuesta a la UE que no va a hacerse
atrás. El no español ya lo tenemos, nadie nos lo quitará. Catalunya tiene la
oportunidad incluso de re-formular la UE: podría convertirse en estado cediendo
parte de su monopolio de la violencia militar a la Unión, y de estrechar los vínculos
entre el super-ministerio de asuntos exteriores europeo y el nuevo sistema de
representación internacional catalán. Debe conseguir hablar en todas las
lenguas de la Unión (y casi del mundo) con una máxima italiana: debemos
conseguir que todo cambie para que todo siga como siempre (y como siempre no significa igual). Sería una ruptura camuflada de
transición, no una transición camuflada de ruptura como es el caso de la, valga
la redundancia, transición española. A Catalunya le interesa escribir un nuevo
capítulo no solo en catalán y castellano, sino en francés, inglés, alemán,
italiano, polaco, ruso, chino, etc., destinado a los lectores allende los
océanos y los Pirineos. Recordemos que a un libro no solo lo hace su escritor,
sino también sus lectores.
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